A menudo escuchamos a personas decir: “No soy digno porque soy débil”. Si esto fuera cierto, entonces nadie en este mundo ha sido, es, o será digno jamás: digno de participar de la Santa Cena, de entrar al templo o de recibir el amor y las bendiciones de Dios.
Las debilidades forman parte de la naturaleza humana y cumplen un papel fundamental en nuestro progreso eterno. De hecho, provienen de Dios. En el libro de Éter, el Señor declara: “Doy a los hombres debilidad para que sean humildes…” (Éter 12:27). Nada impuro proviene de Dios; por lo tanto, nuestras debilidades no nos hacen impuros.
La confusión podría surgir de una falsa creencia que equipara debilidad con pecado. Sin embargo, son cosas completamente distintas. La debilidad es parte inherente de nuestra condición mortal; el pecado, en cambio, es una decisión consciente de desobedecer los mandamientos de Dios.
Como seres mortales, estamos sujetos a limitaciones físicas, mentales y emocionales. Incluso Jesucristo, siendo perfecto, experimentó las debilidades propias de esta vida: sintió hambre, fatiga, tristeza, e incluso fue tentado. Aun así, fue mediante esa experiencia terrenal y Su perfecta obediencia que realizó la Expiación, el acto más sublime de amor y poder en la historia de la humanidad.
Dios permite que experimentemos debilidades para que seamos humildes, para que aprendamos principios divinos, y para que reconozcamos nuestra necesidad de Su gracia. Es por medio de Su gracia que somos capacitados para hacer lo que no podríamos lograr por nosotros mismos. De hecho, es esa gracia la que puede convertir nuestras debilidades en fortalezas. En ese sentido, las debilidades nos acercan a Dios, mientras que el pecado nos aleja de Él.
Nuestras debilidades también pueden convertirse en vehículos de crecimiento espiritual. Durante Su ministerio terrenal, Cristo sanó a los enfermos, dio vista a los ciegos y resucitó a los muertos. Si bien estos milagros pueden no ser tan visibles hoy en día, Dios sigue obrando en nuestras vidas de muchas maneras: nos envía personas que nos ayudan, nos permite desarrollar virtudes como la paciencia y la fe, o nos brinda consuelo y esperanza durante nuestras pruebas. A veces, incluso usa nuestras experiencias para inspirar y levantar a otros que enfrentan desafíos similares.
Es importante recordar que no necesitamos arrepentirnos de nuestras debilidades, sino de nuestros pecados. El arrepentimiento es necesario cuando desobedecemos voluntariamente a Dios. Podemos volvernos impuros solo al pecar. No obstante, es posible estancarnos espiritualmente si usamos nuestras debilidades como excusa para justificar el pecado. Decir “pequé por mi debilidad” es una forma de evitar la responsabilidad de nuestras decisiones. El pecado es una elección, no una consecuencia inevitable de nuestras limitaciones.
Si buscamos la ayuda del Salvador, nuestras debilidades pueden convertirse en dones. Podemos encontrar fuerza, crecimiento espiritual, y una relación más estrecha con nuestro Padre Celestial y con Jesucristo. Lejos de hacernos impuros, nuestras debilidades pueden llegar a ser las herramientas mediante las cuales Dios nos prepara para regresar a Su presencia.
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